En una esquina olvidada de la ciudad, un perro anciano yace temblando bajo el frío. Su cuerpo, marcado por los años y el hambre, refleja el paso del tiempo y la dureza de la vida en las calles. Una vez conoció la calidez de un hogar, las caricias de unas manos amigas y la seguridad de un plato lleno, pero ahora lo único que lo acompaña es el silencio y la soledad.
Con el pelaje enmarañado y los huesos visibles, este noble animal camina lentamente buscando un poco de alimento o una mirada de compasión. Sus ojos, cansados pero llenos de ternura, parecen clamar en silencio: “No me olvides, aún tengo amor para dar.”
La historia de este perro es la de miles de animales que, al envejecer o enfermar, son abandonados por aquellos en quienes confiaban. Una realidad que duele y que nos interpela como sociedad: ¿qué clase de humanidad somos si dejamos a quienes nos dieron lealtad y compañía condenados a la soledad?
Cada gesto cuenta: un plato de comida, un refugio, una adopción o incluso una simple caricia. Porque detrás de esa fragilidad y esa tristeza, aún late un corazón lleno de gratitud, esperando volver a confiar.