No fue un accidente. No fue que se olvidaran de mí. Fue una decisión. Me echaron. Me apartaron como si nunca hubiera sido parte de su vida. Como si los años compartidos, las noches en que les cuidé, los días en que les esperé, no significaran nada.
La puerta se cerró detrás de mí, y el silencio que quedó fue más cruel que cualquier grito. Me quedé frente al portón, no porque no supiera a dónde ir, sino porque no quería irme. Ese era mi lugar. Ahí aprendí a amar. Ahí creí que el amor era para siempre.
Los primeros días fueron confusos. Me movía poco, solo lo suficiente para no morir de sed. Me acostaba justo frente a la puerta, en el mismo lugar donde solía esperar cuando salían. Pensaba que si me quedaba ahí, si no me movía, si seguía siendo fiel, ellos recordarían. Recordarían que yo era suyo. Que yo era familia. Pero el portón seguía cerrado. Las luces se encendían dentro, las voces se escuchaban, pero ninguna era para mí. Nadie salió. Nadie preguntó. Nadie abrió la puerta. Era como si yo nunca hubiera existido.
Con el tiempo, el cuerpo empezó a doler. El suelo era duro, el clima cruel. El hambre se volvió una sombra constante. Pero más que el dolor físico, lo que más pesaba era la ausencia. La certeza de que ya no me querían. Que me habían borrado. Que el amor que creí eterno había sido reemplazado por indiferencia. Aun así, no me fui. No porque no pudiera, sino porque no quería. Porque irme era aceptar que todo había terminado. Que no quedaba nada. Que yo ya no era de nadie.
Una noche, la puerta se abrió. Mi corazón latía con fuerza. Me levanté, temblando, con la cola moviéndose sin control. Di un paso. Pero no era para mí. Era para otro. Otro perro. Otro comienzo. Me escondí detrás de una maceta, observando cómo acariciaban al nuevo, cómo le hablaban con la voz que antes era mía. Y entonces lo supe. Ya no era parte de esa historia. Ya no era “su perro”. Era solo un recuerdo que nadie quería recordar.
Pero incluso con esa certeza, seguí allí. Día tras día, noche tras noche, seguí esperando. Flaco, sucio, invisible. Porque aún creía. Creía que el amor no desaparece tan fácilmente. Que en algún rincón de su memoria, mi nombre seguía vivo. Que algún día, por error o por nostalgia, abrirían la puerta y me verían. Y entonces, quizás, todo volvería a empezar.
Si alguien me ve ahora, tirado frente a un portón que ya no me pertenece, que no piense que soy solo un perro abandonado. Que entienda que soy una historia incompleta. Un amor que no se rindió. Una espera que aún cree en los milagros. Porque eso es lo que hacen los perros: aman. Incluso cuando ya no hay nadie que los ame.