Detrás de esos ojos temblorosos y ese cuerpecito frágil y huesudo, se esconde un universo entero de dolor, abandono y soledad. No entiende por qué el mundo es así con él. No ha hecho nada malo. Solo sabe mover la cola cuando alguien se le acerca, aunque lo hayan pateado antes. Solo quiere acercarse en silencio, con la esperanza tímida de que, esta vez, no lo rechacen. Este perrito no busca lujos, ni juguetes caros. Solo anhela un poco de calor humano… un abrazo, una palabra dulce, una caricia sincera.
Pero la vida, hasta ahora, solo le ha ofrecido lo contrario: cadenas oxidadas, hambre constante y la indiferencia de quienes pasan sin verlo. Las paredes frías que lo rodean no lo protegen, solo lo aíslan más del mundo que alguna vez soñó conocer. Su refugio es un rincón húmedo donde tiembla cada noche, no solo por el frío, sino por el miedo. Miedo de que la espera por amor sea eterna. Miedo de morir sin saber nunca qué se siente ser amado.
Cada día que pasa, su mirada se apaga un poco más. Aun así, dentro de él, algo resiste. Tal vez sea la esperanza, pequeña pero viva, de que alguien, en algún lugar, vea más allá de sus heridas y su suciedad, y lo reconozca por lo que realmente es: un alma leal, pura y merecedora de amor. Porque incluso el corazón más roto aún puede volver a latir con fuerza si alguien le da una razón.
No dejemos que este sea otro caso más que se pierde en el olvido. Él no pide mucho. Solo quiere ser amado… y eso, para nosotros, puede ser tan simple como extender una mano.