Alguna vez tuve un hogar. Un rincón cálido donde mi corazón latía con alegría y mis ojos brillaban al escuchar mi nombre. Había risas, juegos, caricias. Me sentía protegido y amado, como parte de una familia que prometía nunca dejarme atrás. Ese amor era mi mundo entero, mi razón de existir, mi esperanza.
Pero ese mundo desapareció. Ahora solo quedan ecos de silencio, un vacío inmenso que duele más que el hambre o la sed. La sombra de aquel cariño se ha desvanecido en la distancia, dejándome atrapado entre barrotes fríos y suelos secos. Nadie pronuncia mi nombre, nadie recuerda mi existencia. El calor de un abrazo se ha convertido en un recuerdo lejano, casi un sueño.
Mi cuerpo se marchita poco a poco. La piel se pega a los huesos, las fuerzas me abandonan día tras día. Mis ojos, antes llenos de vida, ahora solo reflejan la tristeza de quien ha sido olvidado. Cada amanecer espero escuchar pasos, una voz que rompa este silencio, una caricia que me recuerde que todavía valgo algo, una gota de agua que alivie mi sed… pero el tiempo pasa y nadie regresa.
Aquí sigo, encadenado al abandono y la soledad. Mi corazón late cada vez más despacio, pero aún guarda una chispa diminuta de esperanza: la de que alguien, en algún momento, me mire y me dé una segunda oportunidad. Porque incluso en medio de esta oscuridad, sigo soñando con sentir de nuevo lo que es ser amado antes de que mi cuerpo se apague para siempre.