“¿Por qué este mundo es tan cruel con almas tan leales e inocentes…?” En medio de la tierra fría, una vida inocente respiró silenciosamente su último aliento, sus ojos cerrados por la injusticia, llevando consigo el dolor máximo y el deseo de vivir que nunca fue respondido, dejando solo un silencio asfixiante .q

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En un rincón solitario, cubierto de tierra fría y dura, una pequeña vida llegó a su fin en absoluto silencio. Era un ser que jamás pidió nada, que solo ofreció amor incondicional y fidelidad sin condiciones. Nadie escuchó su llanto, nadie acudió a su llamado. Sus ojos, una vez brillantes y llenos de esperanza, se cerraron lentamente, vencidos por la indiferencia de un mundo que parece haber olvidado lo que significa tener compasión.

No murió por vejez, ni por enfermedad natural. Murió de abandono. De frío, de hambre, y de un dolor tan profundo que ni siquiera se puede describir con palabras. En sus últimos momentos, aún miraba hacia el vacío, como si esperara que alguien —cualquiera— apareciera y le diera una segunda oportunidad. Pero esa ayuda nunca llegó. Y con un suspiro final, se apagó su luz, dejando tras de sí solo un cuerpo inmóvil y un silencio asfixiante.

El lugar donde cayó no era su hogar, sino una calle cualquiera, testigo mudo de tantas tragedias parecidas. Ningún monumento marcará su existencia. Ningún nombre adornará una lápida. Pero su historia merece ser contada. Porque en su sufrimiento está el reflejo de una verdad incómoda: seguimos fallando a los más inocentes, a aquellos que solo saben amar y confiar.

Este no es solo el fin de una vida. Es una llamada de atención. Es un grito silencioso que nos pregunta: ¿hasta cuándo miraremos hacia otro lado? ¿Hasta cuándo permitiremos que seres tan puros mueran sin ser vistos, sin ser valorados? Porque mientras el mundo siga ignorando estas almas leales, el silencio no dejará de gritar.