Tendido sobre el suelo frío y cubierto de polvo, aquel perro apenas podía mover su cuerpo. Su respiración era débil, entrecortada, como si cada inhalación fuera una súplica al cielo. Nadie se detenía, nadie lo miraba. Entre la indiferencia de un mundo que había olvidado lo que significa la compasión, su pequeño corazón seguía latiendo, aferrándose desesperadamente a una vida que se le escapaba entre las patas.
Sus ojos, opacos pero aún llenos de esperanza, miraban hacia la calle vacía. Esperaba ver acercarse una silueta amable, una mano extendida, una voz suave que le dijera que todo estaría bien. Pero el silencio fue su única respuesta. El viento movía el polvo a su alrededor, cubriendo poco a poco su cuerpo frágil, como si el mundo quisiera esconder su dolor, borrar su existencia.

Había conocido el hambre, la soledad y el rechazo, pero nunca dejó de creer que algún día alguien lo salvaría. En su último aliento, todavía intentó levantar la cabeza, todavía movió la cola, todavía quiso vivir. Solo quería un día más… un día para sentir el calor de una caricia, para saborear un trozo de pan, para mirar el cielo sin miedo.

Y cuando finalmente sus ojos se cerraron, el mundo siguió igual: indiferente, apresurado, vacío. Pero en ese pequeño cuerpo sin vida quedó la historia de miles como él —seres que solo quisieron amor, y recibieron olvido. Su último suspiro no fue de rendición, sino de esperanza… esperando que algún corazón humano, en algún lugar, finalmente despierte.