En un rincón solitario, cubierto por la sombra del abandono, yacía un perro cuyo cuerpo apenas podía sostenerse. El dolor lo consumía por dentro y por fuera, pero aún así, con cada aliento débil, luchaba por seguir. Sus ojos, ya cerrados por la desesperación, alguna vez brillaron con la esperanza de una caricia, de una voz amable, de alguien que lo viera más allá de su apariencia. Hoy, solo el silencio le respondía.
Su rostro, marcado por heridas abiertas y cicatrices de un pasado cruel, contaba una historia sin palabras. Cada corte, cada costra, cada hueso visible bajo la piel, era un testimonio del sufrimiento que el mundo le impuso. No conocía el calor de un hogar, ni la ternura de un abrazo. Lo único que había conocido era el rechazo, el hambre y la frialdad de noches eternas. Aun así, dentro de su corazón quebrado, seguía latiendo un deseo silencioso: ser amado, aunque fuera solo una vez.
¿En qué momento la humanidad decidió que su vida valía menos? ¿Cómo pudo una criatura tan noble, tan inocente, ser olvidada de esa manera? El perrito no pedía nada extraordinario. Solo quería sentirse parte de algo. Quería saber qué se siente pertenecer, qué se siente dormir tranquilo sabiendo que alguien lo espera al despertar.
Y mientras el mundo seguía girando, ignorando su sufrimiento, él seguía ahí… resistiendo. No por fuerza, sino por esperanza. Esa esperanza frágil pero valiente que tienen los animales: la fe ciega en que, en algún momento, llegará alguien que vea su alma y no sus heridas. Alguien que no solo lo mire… sino que lo ame.