El pobre perro yacía en medio de la carretera, con las patas atadas con fuerza y el hocico cubierto hasta sangrar. Cada respiración era un dolor punzante, pero ya no ladraba ni luchaba desesperadamente. Sus ojos, débiles, se volvieron hacia la gente que lo rodeaba, llenos de una pregunta silenciosa: “¿Por qué pueden ser tan crueles?”.

A su alrededor resonaba el ruido de los vehículos, pero parecía que el mundo lo había olvidado: una pequeña vida, sufriendo un dolor que nadie debería experimentar. Su pelaje estaba revuelto, su cuerpo temblaba, la sangre aún manchaba su hocico, pero en sus ojos aún había una frágil esperanza: alguien lo vería, se detendría y le salvaría la vida.

La escena era como una cruel advertencia: la crueldad humana a veces supera toda imaginación, y criaturas inocentes sufren las consecuencias por pura indiferencia. Pero en medio del dolor insoportable, aún había un destello de esperanza: que alguien, un corazón compasivo, vendría y sacaría al perro de la oscuridad, para hacerle saber que no todos le habían dado la espalda.