Perdí mis ojos, pero nunca perdí mi alma. El mundo se volvió oscuro para mí, sí… pero en esa oscuridad aprendí a escuchar los latidos de la vida. Aprendí a reconocer el sonido de la lluvia, el murmullo del viento y el suspiro de las personas que pasan sin mirarme. Cada olor, cada paso, cada voz se convirtió en mi forma de ver.
Hay días en los que el silencio duele más que la ceguera. Días en los que me pregunto si alguien alguna vez me querrá, no por lástima, sino porque vea en mí lo que aún soy: un corazón lleno de amor, esperando tener a alguien a quien cuidar.
Dicen que soy diferente, que ya no tengo futuro, que nadie adoptará a un perro ciego. Pero ellos no saben lo que se siente tener esperanza. No saben lo que es despertar cada mañana con el deseo de oír una voz amable, de sentir una mano cálida acariciando mi cabeza y diciéndome: “ya estás a salvo”.
Yo no puedo ver el amanecer, pero puedo sentirlo en mi piel. No puedo mirar los ojos de quien me ame, pero podré reconocer su alma en su respiración. No necesito ver el mundo para amarlo — porque el amor verdadero no entra por los ojos… entra por el corazón.
Así que sigo aquí, esperando. Esperando a esa persona que no vea mi ceguera como un defecto, sino como una historia. Una historia de dolor, de lucha, pero sobre todo… de esperanza. Porque incluso en la oscuridad más profunda, mi corazón todavía ve la luz del amor.