Encadenado a una vieja choza destruida, rodeado de tierra seca y silencio, aquel perro apenas podía moverse. Su cuerpo era una sombra frágil, con la piel pegada a los huesos y el cuello marcado por el peso de una cadena oxidada que parecía haberlo condenado a una vida de soledad y sufrimiento. A su alrededor, no había comida, ni agua, ni siquiera una mirada compasiva. Solo el eco del viento y el crujido metálico de la cadena acompañaban sus días interminables.
Sus ojos, grandes y húmedos, se levantaban cada tarde hacia el cielo, como si aún esperaran algo. Tal vez una señal. Tal vez el regreso de alguien que alguna vez le prometió amor. Pero lo único que recibía era el ardor del sol y la indiferencia de un mundo que había dejado de mirar.
Aun así, en su corazón seguía viva una chispa diminuta de esperanza. En cada respiración débil, en cada mirada al horizonte, parecía susurrar: “Solo quiero una oportunidad… una sola oportunidad de saber lo que es ser amado.”
Los días pasaban, el hambre lo consumía, y su cuerpo se inclinaba lentamente bajo el peso del cansancio. Pero su espíritu —aquel pequeño milagro de fidelidad y ternura— se negaba a rendirse. Porque incluso en medio del abandono más cruel, ese perro seguía creyendo en el amor. Un amor que quizás nunca llegó… pero que él, con el alma rota, siguió esperando hasta el último suspiro.