No sé cuánto tiempo pasó. Los días dejaron de tener nombre. El sol ya no llegaba a mi rincón. El aire olía a óxido, a humedad, a olvido. Me quedé sentado, como siempre lo hacía cuando él salía. Esperando. Porque eso es lo que hacen los perros: esperan.
Al principio, cada sonido me hacía levantar la cabeza. Cada paso, cada sombra, cada ruido lejano. Pensaba: “Es él. Vuelve.” Pero no era él. Nunca fue él. Y poco a poco, dejé de levantar la cabeza.
Mi cuerpo empezó a cambiar. Las patas ya no me sostenían. Las costillas se marcaban como cuchillas bajo la piel. El hambre era una cosa, pero el silencio… el silencio era peor. Porque el hambre te hace doler, pero el silencio te hace desaparecer.
Me quedé quieto. No porque no pudiera moverme, sino porque ya no tenía a dónde ir. Este rincón era todo lo que me quedaba. Aquí me dejó. Aquí me olvidó. Aquí me convertí en nada.
A veces soñaba. Soñaba con su voz. Con sus manos. Con el olor de su ropa. Soñaba que me llamaba por mi nombre. Que decía “ven aquí, chico”. Que me acariciaba detrás de las orejas. Y yo movía la cola, incluso en sueños. Porque eso es lo que hacen los perros: aman.
Pero los sueños también se pudren. Como el cuerpo. Como la esperanza. Como los recuerdos que nadie guarda.
No hubo gritos. No hubo llanto. No hubo despedida. Solo el tiempo, lento y cruel, haciendo su trabajo. Mi piel se secó. Mis ojos se apagaron. Y mi cuerpo se quedó ahí, sentado, como si aún esperara.
Porque incluso en la muerte, seguía esperando.
Esperaba que alguien me viera. Que alguien dijera: “¿Quién fue este perro?” Que alguien se detuviera, aunque fuera por un segundo, y pensara que alguna vez fui amado. Que alguna vez fui parte de algo. Que alguna vez fui importante para alguien.
Pero nadie vino. Nadie preguntó. Nadie lloró.
Y así, me convertí en una figura más entre los escombros. Un cuerpo seco. Una postura congelada. Un testimonio silencioso de lo que pasa cuando el amor se convierte en abandono.
No quedó nada de mí. Solo el recuerdo del día en que él se fue sin mirar atrás. Solo ese momento, clavado como una espina en el alma que ya no tengo.
Y si alguien encuentra mi cuerpo, si alguien lo mira con atención, tal vez vea más que huesos. Tal vez vea la espera. Tal vez vea el amor que no murió, aunque yo sí.
Porque eso es lo que hacen los perros: esperan. Incluso cuando ya no queda nada por esperar.