El frío se cuela hasta los huesos como agujas diminutas que no dejan de presionar. No ve nada: la oscuridad se ha convertido en su único paisaje, una pared negra que no se rompe ni con el amanecer. El hambre muerde por dentro, una mordida lenta que acompasa su respiración entrecortada. Bajo el puente, el viento arrastra polvo y hojas, y cada ráfaga le recuerda que está solo. Aún así, sus orejas se alzan ante cualquier ruido lejano, como si pudieran atrapar una promesa que lo mantenga aquí un instante más.
No sabe cuánto tiempo le queda, pero se aferra a la vida como quien abraza una manta tenue. En mi pecho —piensa— aún queda un ritmo, pequeño pero terco, que dice: “aguanta”. Imagina el contorno de un abrazo, la forma de una voz que pronuncie su nombre, un calor que lo envuelva sin pedir nada a cambio. Cuando el silencio se estira demasiado, empuja el hocico contra sus patas y recuerda los trozos borrosos de otro tiempo: un rincón blando, un cuenco con agua, una sombra que no daba miedo. No es memoria clara; es un eco que duele.
Las noches son más largas que cualquier espera. El frío se vuelve más duro y el hambre más afilada. A veces, su cuerpo se rinde, y los párpados caen como piedras; entonces, en esa frontera tenue, él se promete una vez más sobrevivir hasta la primera luz. Piensa en un suelo limpio bajo sus patas, en una manta tibia, en un susurro que diga “ven, estás a salvo”. No pide mucho: un lugar donde el miedo no sea su única compañía. Repite sin voz: “si respiro, todavía puede cambiar”.
Quizá sea solo un sueño, pero ese sueño le sostiene la cabeza erguida. Porque a veces, una chispa de esperanza — pequeña, casi invisible — desafía a la noche eterna y le arranca un segundo más al silencio. Mientras ese punto de luz arda en su interior, él seguirá resistiendo, a pesar del hielo, a pesar del hambre, a pesar de la ceguera. Y si un día el crujir de pasos se detiene junto a él, sabrá levantar el hocico para encontrar la mano que convierta su último latido débil en el primero de una vida nueva