No hay refugio. No hay comida. No hay sombra. Solo el concreto helado y dos cuerpos que tiemblan. La madre, con la piel pegada a los huesos, los ojos hundidos y apagados, se mantiene en pie por puro instinto. Cada costilla se marca como una herida abierta. Cada movimiento es lento, doloroso, como si el aire mismo le pesara. Pero no se acuesta. No se rinde. Porque junto a ella está su cachorro, aún más frágil, aún más vulnerable. Y mientras ella respire, él no estará solo.

El cachorro no entiende el abandono. No sabe por qué nadie se acerca, por qué nadie les da agua, por qué el mundo parece haberlos olvidado. Solo sabe que tiene hambre, que tiene frío, que tiene miedo. Y que su madre está ahí. Se acurruca contra su costado, buscando calor, buscando vida. Su cuerpo tiembla, no por el clima, sino por el terror de no saber si mañana seguirá respirando.
La gente pasa. Algunos miran. Algunos toman fotos. Algunos incluso suspiran. Pero nadie se detiene. Nadie se arrodilla. Nadie ofrece una mano. Porque para muchos, son solo perros. Basura. Estorbo. Ruido. Como si el sufrimiento de un animal no doliera. Como si el amor de una madre no contara. Como si la vida de dos seres que solo saben dar no valiera ni una mirada.

Ella no ladra. No gime. No pide ayuda. Solo espera. Espera que alguien vea. Que alguien sienta. Que alguien recuerde que incluso los olvidados merecen vivir. Pero el tiempo pasa. El sol se va. La noche llega. Y el concreto se vuelve más frío. Más duro. Más cruel.
Y si nadie llega… si nadie se detiene… entonces morirán allí. Juntos. En silencio. En dolor. En abandono. Como si nunca hubieran existido. Como si el amor maternal fuera invisible. Como si el mundo ya no tuviera espacio para la ternura.

Esta no es una historia bonita. Es una herida abierta. Una vergüenza colectiva. Un grito que nadie escucha. Porque cuando dejamos que una madre muera abrazando a su hijo en el suelo, no solo fallamos como sociedad. Fallamos como seres humanos.
Y quizás, solo quizás, aún estamos a tiempo de arrodillarnos. De mirar. De sentir. De salvar. Porque el amor que ella da, incluso en su último aliento, merece mucho más que el olvido. Merece respeto. Merece compasión. Merece vida.