No hay árboles. No hay sombra. No hay agua. Solo tierra seca, piedras calientes y silencio. En medio de ese paisaje olvidado, hay un cuerpo que alguna vez fue un perro. No tiene nombre. No tiene dueño. No tiene historia que alguien quiera contar. Solo está ahí, esperando que algo —lo que sea— lo saque de ese lugar donde fue arrojado como si nunca hubiera importado.
Su cuerpo es débil. No por edad, sino por abandono. Las costillas sobresalen como si quisieran escapar. La piel cuelga sin fuerza, marcada por insectos, por el sol, por el tiempo. Sus patas tiemblan al caminar, no por frío, sino por hambre. Hambre que no es reciente. Hambre que lleva días, semanas, tal vez meses. Hambre que no se calma con nada porque no hay nada.
No ladra. No corre. No busca. Solo mira. Mira a lo lejos, como si esperara que alguien regresara. Como si aún creyera que el abandono fue un error. Como si no entendiera que fue una decisión.
Los días pasan. El sol quema. La noche congela. Y él sigue ahí. Respirando. No por esperanza. Por instinto. Porque su cuerpo aún no ha aprendido a rendirse. Aunque su alma ya esté rota.
Cuando alguien lo encuentra, no se acerca. No huye. Solo observa. Como si ya no supiera qué esperar de los humanos. Como si el dolor de haber sido arrojado fuera más fuerte que el miedo. Como si el sufrimiento ya fuera parte de su piel.
Lo recogen. Lo llevan. Lo alimentan. Pero él no come. No porque no tenga hambre, sino porque no sabe si puede confiar. Porque cada bocado podría ser una trampa. Porque cada caricia podría ser la última antes de otro abandono.
Los veterinarios lo revisan. Está deshidratado. Tiene fiebre. Tiene parásitos. Tiene heridas. Pero lo que más tiene es silencio. Un silencio que no se cura con medicinas. Un silencio que solo se rompe cuando, por fin, alguien lo llama por un nombre que nunca tuvo.
Le dan agua. Le dan comida. Le dan espacio. Y él, poco a poco, empieza a moverse. No con alegría. Con cautela. Como quien ha sido roto y no sabe si puede volver a armarse.
Hoy, vive en un refugio. Tiene sombra. Tiene comida. Tiene una manta. Pero aún no tiene paz. Porque el abandono no se borra con techo. Porque el dolor no se cura con tiempo. Porque el recuerdo de haber sido arrojado sigue ahí, en cada rincón de su cuerpo.
Este texto no es para celebrar su rescate. Es para gritar su historia. Para que nadie vuelva a decir “solo era un perro”. Para que nadie vuelva a mirar hacia otro lado cuando vea un cuerpo débil, solo, muriéndose de hambre.
Porque mientras haya un ser vivo que aún respira, aunque esté roto, aunque esté olvidado, aunque esté al borde, hay una historia que merece ser contada. Y hoy, la contamos. Para que el abandono no sea invisible. Para que el sufrimiento no sea rutina. Para que ningún perro vuelva a vivir días de agonía por haber sido descartado.