En un rincón del patio, bajo la luz suave del atardecer, un pequeño perro con el rostro diferente mira al mundo con ojos llenos de miedo… y esperanza. No entiende por qué tantos se apartan, por qué algunos ríen o lo miran con compasión. Él no pidió nacer así. Solo quiere algo tan simple, tan humano: sentir amor, aunque sea un poquito.
![]()
Durante mucho tiempo vivió en soledad, escondido, aprendiendo que el rechazo duele más que el hambre o el frío. Pero aun con el corazón herido, nunca dejó de mover la cola cuando alguien se acercaba, como si dijera: “No tengas miedo de mí… yo no haría daño a nadie.”

Un día, alguien lo miró de verdad —no con lástima, sino con ternura. Lo acarició, lo llamó “hermoso” y le dio una flor. Y fue en ese momento cuando su mundo cambió. Por primera vez, ese pequeño sintió que era digno de amor, que su diferencia no lo hacía menos, sino único.

Desde entonces, cada vez que sostiene una flor entre sus dientes, parece querer decirle al mundo entero:
“No importa cómo me vea… mi corazón late igual que el tuyo. Solo quería que alguien me amara, aunque fuera una sola vez.”