Los ojos de aquel pequeño perro alguna vez brillaron de alegría e inocencia. Con la confianza propia de un ser que solo sabe dar amor, miraba al mundo esperando caricias, juegos y compañía. Pero con el tiempo, esa mirada se fue apagando. Lo que antes era esperanza, ahora se convirtió en un reflejo doloroso de abandono, hambre y frío.
Hambriento, sediento y sin fuerzas para seguir buscando, el perrito yacía inmóvil sobre la tierra dura y helada. Su cuerpecito temblaba de debilidad, mientras sus ojos —ya sin brillo— parecían querer preguntar en silencio: “¿Por qué, si yo solo supe amar, recibí tanta crueldad a cambio?” Una pregunta que atraviesa el corazón de cualquiera que aún tenga un poco de compasión.
En ese instante, la indiferencia del mundo parecía más cruel que nunca. Un ser indefenso, incapaz de defenderse, reducido al olvido como si su vida no valiera nada. Pero detrás de su sufrimiento se escondía una súplica desesperada: no dejes que más inocentes mueran en silencio, no apartes la mirada del dolor de aquellos que más necesitan nuestra voz.
Porque cada vida importa, y cada mirada rota como la de este perrito nos recuerda que el verdadero valor de la humanidad se mide en cómo tratamos a los más vulnerables. No dejemos que su última pregunta quede sin respuesta: que nuestro amor y compasión sean la justicia que él nunca recibió.