En una esquina olvidada de la ciudad, un perro cubierto de sarna vaga sin rumbo, arrastrando un cuerpo débil que apenas puede sostener. Su piel, marcada por el dolor de las heridas, refleja el abandono y la indiferencia de un mundo que pasa sin mirar.
Aun así, lo más doloroso no son las cicatrices visibles, sino sus ojos: dos faros de súplica que parecen implorar silenciosamente por una oportunidad de vivir. Cada paso tembloroso es un acto de resistencia, una lucha diaria contra el hambre, la sed y la enfermedad.
El perro, a pesar de todo, no ha dejado de esperar. Espera que, entre la multitud indiferente, aparezca un corazón dispuesto a tenderle una mano, a brindarle un hogar, a devolverle la dignidad que nunca debió perder.