Aida, una perra flacucha, con el cuerpo reducido a piel y huesos, usó sus últimas fuerzas para esconder a sus crías en el hueco de un árbol frío. Era el único refugio que podía encontrar, el único lugar donde podía esperar mantenerlas con vida en un mundo demasiado cruel.

Cada noche, en el frío glacial y la oscuridad, Aida caminaba con dificultad por las calles, buscando restos de comida. Tenía que sobrevivir, no por ella misma, sino por las once pequeñas criaturas que temblaban mientras esperaban el regreso de su madre, mientras los débiles gritos del hueco del árbol le desgarraban el corazón.
Pero el dolor no terminaba ahí.
Una de sus crías no soportaba el hambre, el frío y la dureza de la vida exterior. El pequeño cuerpo yacía inmóvil junto a los hermanos que quedaban; los niños seguían acurrucados, temblando en busca de calor, esperando en vano el regreso de su madre.
Durante días, el equipo de rescate intentó llegar hasta Aida. Pero el miedo se convirtió en un instinto de supervivencia. Aida huía, huía de toda mano que se le extendía, huía de cualquiera porque ya no sabía qué era seguro ni qué era una amenaza.
Solo sabía una cosa: vivir para proteger a las criaturas que trajo a este mundo.
El amor de Aida era tan fuerte que hacía llorar a la gente.

Pero el mundo en el que luchaba por sobrevivir… era demasiado cruel, demasiado frío y estaba lleno de desesperación.